Una invitación (la casualidad que estábamos esperando)
Sin excusas, sin culpas, nos hicimos dos.
Y una noche de primavera, de esas alérgicas,
Empezamos a caminar.
Sin rumbo, sin mapas, sin pies.
Un cine, dos butacas, una cerveza, toda la ciudad.
Empezábamos a descubrir, que estábamos hechos en espejo.
El espejo llevaba escrito con mi lápiz de labios;
“niño mío, estamos solos en el mundo”.
Y era verdad, era lo único cierto entre nosotros.
Estábamos juntos, y solos.
En una ciudad que nos pedía a gritos que la camináramos.
Que nos riéramos de sus estúpidos carteles.
Que bautizáramos construcciones.
Que abriéramos la boca como tontos para mirar un
edificio.
Que hiciéramos equilibrio en los cordones de las veredas
(y entre nosotros).
Trazamos una ruta de pasos interminables,
De paisajes vacios de gente y llenos de él.
Un camino de preguntas sin respuestas y de respuestas
imposibles.
Todavía lo tengo en mi retina, parado en el medio de la
calle,
Hablando de una mujer desnuda en una publicidad de
lencería.
Con las manos en los bolsillos del pantalón,
Niño por dentro, gato por fuera.
Todavía me enloquece verlo esperar un colectivo que nunca
toma,
Hablándome de películas y suicidios,
Mientras yo lo escucho pensando en la forma más rápida de
robarle el alma.
Le mostré mis pies desnudos,
Me mostró su debilidad por los pies.
Todavía le debo una esquina y una respuesta.
Poema perdido, niño mío.
¿Será la noche la que nos camina a nosotros?
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