domingo, 2 de septiembre de 2012

Identidad (com)partida.


Llegué al mundo con la obligación de ser la mitad de otra persona.
Una mujer a medias. Una mujer múltiplo.
Llegue al mundo con la idea de ser parte de él.
A la larga preferí hacerme parte solo de un cuerpo.
Niña A. Niña B.
No sé cuál de estos nombres me correspondía.
A o B. Sabrina o Luna. Úrsula o Piedad.
Llegué al mundo escuchando el llanto de mis mitades.
Leyendo las letras indescifrables de un analfabeto imposible.
De todas mis lenguas muertas.
Permanecí inmóvil en el mundo, pensando que no era parte de los humanos estándar.
Me quede muy quieta en el inmenso mundo,
como la estatua del príncipe feliz,
del libro de cuentos enorme y azul que leía cuando todavía no sabía
como atarme los cordones ni como encender un fósforo.
Y como la estatua me llené de basura de pájaros,
de arena en el viento,
de agujas clavadas en mi piel y en los relojes.
Estar quieto entumece los huesos,
las venas,
los sesos,
y todas esas cosas inútiles.
Permanezco en el mundo, pero ahora sueño.
Y adentro de esos sueños veo camas,
en las que me acuesto y sueño otros sueños,
que me arrastran cada vez más lejos del mundo,
que me dibujan lunares nuevos,
con formas graciosas que me recuerdan los lugares que (re)conocí.
Llegué al mundo con la muerte escrita en el cuerpo,
con el destino de encontrar unos ojos café tan profundo para poder caerme en ellos.
Llegué al mundo con la conciencia compartida.
Lo primero que vi dentro del útero tan personal
y vacío,
fue mi otra mitad.
Dos corazones latiendo en espejo.
Dos razones relatan un cuento diferente.
Miro al mundo, donde hace un tiempo llegué con el peso de un cachorro,
y sigo siendo simplemente,
la mitad de un alma.
Ahora hay movimiento y paz.
Y una hermosa esquizofrenia
me corre por todo el cuerpo. 

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